Artículo de opinión de Gregorio Izquierdo, director general del IEE, en La Razón el 24 de octubre
Después de una década desaparecida, la normalización posterior a la pandemia ha traído de vuelta la preocupación por la inflación. El levantamiento de las restricciones impuestas durante la pandemia ha provocado múltiples cuellos de botella en los inputs primarios e intermedios, entre ellos, en las materias primas y la energía, que se ha visto agravado por la simultaneidad y generalización de estímulos monetarios y fiscales. La gran duda es si el repunte de los precios es transitorio, como defienden los principales bancos centrales en coherencia con sus políticas acomodaticias, o si terminará asentándose de forma permanente en nuestra economía.
En el pasado, se llegó a justificar la inflación bajo la falsa premisa de la curva de Phillips, según la cual los incrementos de los precios tenían una relación positiva con el empleo. Ahora, algunos parece que contemplan la inflación como un hecho positivo con base en su efecto devaluador sobre los pasivos financieros, lo que facilita que los Gobiernos que acumulan mayores niveles de deuda pública puedan diluirla. De cualquier modo, la inflación en el largo plazo nunca ha sido, un factor de crecimiento real, aunque ocasionalmente puede ser considerado un “mal menor” derivado del mismo. Al contrario, no está de más recordar los múltiples costes e inconvenientes que la inflación inevitablemente conlleva.
Las empresas se ven perjudicadas directamente por el encarecimiento de sus materias primas, ya que la fuerte competencia en los mercados les impide, en muchas ocasiones, trasladar a precios estos mayores costes, con el consiguiente deterioro de márgenes. A su vez, no pocas veces, las empresas sufren costes añadidos adicionales, en la medida en que, a través de la negociación colectiva, los trabajadores les intentan trasladar sus pérdidas de poder adquisitivo. Todo ello configura lo que los economistas denominamos un choque negativo de oferta.
Los precios en la economía de mercado no dejan de ser los semáforos que guían la asignación de recursos a las distintas actividades y demandas. En este contexto, una subida generalizada de precios es similar al efecto de un sistema de semáforos en el que todos lucen ámbar, con la consiguiente distorsión asignativa e incertidumbre añadida fruto de las expectativas de mayores niveles de precios a futuro. Todo ello dificulta la propia dinámica de cálculo económico y de la determinación del valor añadido en los distintos procesos y fases de producción.
El nivel nominal de los tipos de interés se ve muy condicionado por las expectativas de inflación, tal y como demostró en su día Fisher. Como consecuencia, una mayor inflación y aumento de expectativas o incertidumbres acerca de la misma, acaba tarde o temprano elevando el coste de capital. Esto a su vez contrae la inversión empresarial, que a su vez en el largo plazo es el principal determinante de las posibilidades de crecimiento de una economía. Por otra parte, los agentes económicos intentan protegerse de la inflación, desviando sus recursos a los activos que mejor les protegen de la misma como puedan ser en general las inversiones en bienes reales, pero no necesariamente a sus usos más productivos, como es la inversión empresarial.
Las familias también se ven constreñidas por los mayores precios, que erosionan su renta disponible y reducen su poder adquisitivo. No en vano, en los últimos meses estamos asistiendo a una estabilización en la demanda de bienes de consumo que bien podría ser consecuencia de este proceso. Por si fuera poco, la inflación provoca un incremento en la carga fiscal de los hogares, al no deflactarse las escalas marginales de tipos de los impuestos directos. Esta llamada “progresividad en frío” supone que, aún con una renta real mermada por la inflación, se terminen pagando, en última instancia, un mayor nivel de impuestos, agravando ese proceso de destrucción de renta disponible.
En un contexto de tipo de interés nominales tan reducidos, la existencia de inflación implica la presencia de tipo reales significativamente negativos, con las consiguientes pérdidas para los ahorradores. Este fenómeno, que se denomina represión financiera, no es ni mucho menos menor, y, de hecho, tiene importantes efectos distributivos en tanto que implica una trasferencia continua de riqueza y renta de los acreedores a los deudores.
El problema es que llega un punto en el que las expectativas de inflación terminan retroalimentándose, desencadenando los llamados “efectos de segunda ronda”, pudiendo transformarse una inflación transitoria y parcial, en otra permanente. De materializarse y generalizarse estos riesgos, las expectativas de inflación a futuro se verían alimentadas, acercándose en el tiempo, la por muchos temida, subida de tipos de largo plazo o aumento de la pendiente de la curva de tipos de interés a largo plazo. Afortunadamente, no estamos todavía en este escenario, pero a medio plazo, llegados al mismo, los bancos centrales se enfrentarán a un complejo dilema para su credibilidad: continuar con su tono acomodaticio, para intentar no tensionar más las condiciones financieras, o bien normalizar sus políticas con el consiguiente freno a la actividad.